lunes, 16 de julio de 2012

"¡Queremos ser libres!" (La Escuela de la Vida II)

                                                                                                              Búsquenme, me encontraran                                                                                                                           en el país de la libertad.  
¡Queremos ser libres!

Una frase que encierra una contundencia tal que es capaz de derribar cualquier tipo de relativismo. Una frase que irremediablemente ocasiona un escalofrío por todo el cuerpo.
Una frase que fue pronunciada un 9 de Julio pero que nada tenía que ver con la conmemoración de la Declaración de la Independencia. Una frase que aloja un grito desesperado, desgarrador y que interpela hasta la médula. Y por último, una frase que fue pronunciada por un chico de 14 años que quiere ser libre.

¿Tiene la significancia que le atribuimos al concepto de libertad? No sé. Tampoco me interesa. Hay otra cosa de fondo, mucho más importante como para ponernos a discutir que es o que no es la libertad. Porque ya no podemos quedarnos en conceptos, en teorías, en los papeles. Porque si quiero puedo decir que la libertad reside en la capacidad de optar, de discernir entre dos o más cosas. Pero hay personas que no eligen ser espectadores (en el mejor de los casos) de un tiroteo que interrumpe la charla con amigos. Ni tampoco eligen ser víctimas de un robo o de una agresión o de tantas otras cosas que se sufren. Y en Ludueña esto es moneda corriente. 

El entorno condiciona de una manera terrible. Alguno podría decir que aún así hay libertad. Que se puede seguir eligiendo. Claro que si. La última de las libertades, que es elegir, siempre la tenemos. Pero un entorno así, deshumaniza. Y si la libertad es propia del hombre, cuanto más se deshumanice este, menos libertad posee. 
¡Queremos ser libres! “Hay quienes desembarcan ardiendo con un grito, sin barcos y sin armas por la vida”. ¿No es esto un grito? ¿Un grito pacífico? Si. Pero que encierra un ardor y fuerza arrolladora.
¡Queremos ser libres! De la droga, de la violencia, de los vicios, del hambre, de la exclusión, del frío, del dolor, del sufrimiento. Es decir, libres de la pobreza, que deshumaniza y que acarrea todos estos sufrimientos a la persona. “Mientras esto pase no habrá gloria. Es arena que se escapa entre los dedos”.

Es preciso responder a esta realidad que nos interpela. Hace poco más de 2000 años un flaquito que se llamaba Jesús provocó entusiasmo entre los más pobres y humillados, entre los últimos de los últimos con el simple hecho de demostrar que había alguien que se preocupaba por ellos. Habitaba con ellos, se sentaba a la misma mesa, compartía las mismas miserias. Liberaba el alma y el corazón con su mirada y su palabra. Este fue su Reino. Un reinado cuya preocupación es (fue y será) liberar a las personas de cuanto las deshumaniza y las hace sufrir. Un Reino que responde a lo que más desean: vivir dignamente. Un Reino que no se estableció para destruir a las personas, sino a las estructuras de poder y a los sistemas deshumanizadores por medio del anuncio y la denuncia. 

Y aquí reside la cuestión fundamental que es lo que nos lleva a meditar nuestro accionar: Lo primero para Jesús fue la vida de la gente, no la religión. Toda su actuación estuvo encaminada a generar una sociedad más saludable. No excluyó a nadie. Pudo ver como vivía la gente en las aldeas, conoció el hambre de los niños desnutridos, vio llorar de impotencia a los campesinos que se veían despojados del fruto de su trabajo por los cobradores de impuestos. ¡Oh! ¡Qué extraña coincidencia! Estamos viendo y viviendo las mismas cosas. Después de tantos años y en una tierra distante, pero que también sangra y llora. El centro de nuestro accionar debe ser la vida de las personas. Actuar con ellos y no sólo para ellos. Desde la vida concreta e individual de cada uno es desde donde se debe hacer el milagro. No vayamos con dogmas, con preceptos, con libros en la mano. Propongamos un encuentro de persona a persona. Un tú a tú donde no se marque la diferencia, sino donde se dé el diálogo sincero entre individuos. Donde se restablezca tanto mi dignidad como la del otro. No hay otro camino. En Misiones me dijeron una vez: “¿Querés conocer a una persona? ¿Querés entender como vive? Bueno, ponete a tomar mates con esa persona por un par de años y recién ahí vas a empezar a entender”. Partamos de la persona y del encuentro sincero con ella. Y en este trabajar es preciso dejar de lado las diferencias. “Hay alguien que bendiga esta hermosa comunión de los que pensamos parecido. Somos los menos, nunca fuimos los primeros…” Pensamos parecido, no igual. Y en ese pensar parecido entran pequeñas diferencias que se agrandan a la hora de actuar. Y ya que somos pocos entendamos que si no hacemos comunión nada de esto va a tener buen puerto. Por lo menos acordemos la base. Y la base del Reino implica un compromiso de profundas consecuencias de orden político y social. No puede la religión ser un obstáculo en la liberación del hombre. Tampoco el partidismo. No hay derecha o izquierda, hay arriba y abajo. Oprimidos y opresores. No hay ningún santo, eso lo sé. Todos oprimen a su manera y en mayor o menor medida. Pero no para todos se hace justicia. No todos son libres en las mismas condiciones. 

Y es preciso comprender también que hay una historicidad que trasciende y subyace la historia de cada persona, de cada comunidad y de cada barrio. “Creemos que la historia se hizo en un minuto”. Muchas veces no somos conscientes de que hubo muchas personas que en un pasado trabajaron y estuvieron en la misma que nosotros. En la historia, el presente se entronca con el pasado y encuentra significación en él. No puedo renegar de las costumbres y de la historia de cada persona. No puedo pretender lograr una inculturación del evangelio (entendida como buscar lo bueno que tiene cada cultura para trabajar a partir de eso) si no conozco el pasado. Y eso que nosotros somos los grandes desmemoriados de la historia. “Matamos en la guerra y en las calles (y billetes) hoy tenemos viejos monumentos de asesinos”. Aunque no parezca, el pasado es absolutamente modificable, porque sirve a los intereses y de lo contado habrá siempre otra versión. Busquemos la verdad. Hay pasados que son innegables. Pasados de pobreza y muerte que se entroncan con el presente y se nos muestran con inusitada violencia ante nuestros rostros.

El Reino es una realidad que exige la restauración de la justicia social. Y esta restauración debe hacerse a partir del encuentro fraterno, de la historicidad, de la inculturación, de la mirada y la palabra, de la comunión. Todo esto lleva a la liberación, a la humanización, al innegable hecho de que todos debemos ser igualmente dignos. Sondeando en la historia nos daremos cuenta de que hubo muchos que gastaron su vida en esto. Algunos al punto de entregarla, de ser asesinados. No hay nada más hermoso que llegar al último momento y poder decir que hemos gastado la vida. Ni la muerte ni el dolor pueden deshacer lo hecho. No pueden destruir ni una idea ni un sueño. Cuando se queman las ideas quedan cenizas en la cabeza. Anunciemos y denunciemos. Es la única manera de reconocer el pasado en el presente que se actualiza a cada momento. Es la manera de escribir el futuro.

¡Oh! ¡Juremos con gloria vivir!