sábado, 28 de diciembre de 2013

"Donde la verdad grita..."

"Hay que ir donde silbaban tu sangre y tu mirada"

Se dice que el precursor del oratorio de Don Bosco fue Don Cocchi, un sacerdote que se crio en los barrios bajos de Turín. Por eso, años después, puso su mirada en los jóvenes más desamparados, ociosos y sin instrucción que vagabundeaban por las calles y las plazas y decidió idear una propuesta para ellos. En su oratorio, Cocchi proporcionaba encuentros catequísticos y de oración; y además, aprovechando su condición de gran atleta, organizaba numerosos juegos deportivos para la diversión de todos los jóvenes que participaban del oratorio.

Por su parte, Don Bosco fue madurando su propia propuesta oratoriana hasta llegar a Valdocco. Según nos cuentan no dejaba de ofrecerse para confesar, dar misa, llevar adelante el catecismo e incluso para enseñar él mismo, canto, música y diversos oficios. Tampoco faltaba el momento para compartir la comida ni los juegos que contribuían al espacio festivo. Y sabemos que Don Bosco ofrecía mucho más que eso. Fue padre, maestro y amigo. Indudablemente fue un hombre de Dios que se gastó la vida en dar lo que creía más importante: amor.

Ahora me tomo la molestia de pensar en los oratorios de hoy. Sabemos que los tiempos han cambiado. Todo es diferente. Como dice una película, “la violencia de hoy no es la misma que la de ayer, pero, afortunadamente, nuestro amor es el mismo.” Suena muy simple decir que basta solo con amar, pero si realmente comprendiéramos la profundidad y el total significado que encierra la palabra “amar”, es evidente que el mundo sería de otra manera.

Pienso que es necesario repensar el oratorio desde una clave donboscana ¿por qué digo esto? En un primer momento, da la sensación que muchas personas tienen un concepto reduccionista del oratorio actual. Parecería que es un espacio donde “sólo se juega y se da la merienda”. Es obvio que el oratorio encierra más que eso. Pero ¿realmente es así? ¿No hemos encasillado al oratorio dentro de nuestros esquemas escolares para reducirlo a un espacio monótono y estructurado? ¿Atendemos, realmente, a la juventud a la que Don Bosco y Cocchi se acercaron? Es decir, a los que hoy en día serían los jóvenes en riesgo, amenazados por la pobreza, la droga, la violencia y la exclusión social.  

No es concebible un oratorio fuera de estos márgenes. Tanto Cocchi como Bosco tenían algo en común: los destinatarios. Pensar los destinatarios de esos tiempos es pensar a los pobres de hoy en día. Aquellos que mueren antes de tiempo. Aquellos que conocen (porque lo sufren en carne propia) de puños y golpes pero no de bondad y de ternura. Aquellos que no comen todos los días, y que suelen pasar frio. ¡Aquellos pibes que se mueren bajo las balas de los narcos ante la mirada cómplice del Estado! (y que, nosotros, somos cómplices en la medida en que miramos hacia un costado) Y que, para colmo, la televisión y los diarios utilizan para exhibirlos como primicias de su morbo informativo. Ahí es cuando temblamos, lloramos, gritamos, no podemos más, porque se nos va otro pibe, que, paradójicamente, no es “otro”, sino que es un pibe único en la historia. En ningún punto del entrecruzamiento de las líneas espacio-tiempo va a coincidir una vida con otra. Y eso es un milagro.

Pienso que es indispensable pensar un oratorio, desde Don Bosco, con estos destinatarios. Y eso nos lleva a la inevitable confrontación que surge en nosotros mismos cuando trabajamos en los barrios: ¿Alcanza lo que estoy haciendo? Cae de maduro que no podemos reducir nuestra acción a unos pocos juegos, un momento de catequesis y una merienda.

Alguno podría decir que cuando Don Bosco se vio forzado a escribir un reglamento oratoriano estableció que “el objetivo del Oratorio festivo es el de entretener a la juventud en los días de fiesta con agradable y honesta recreación después de haber asistido a las funciones sagradas en la iglesia”.

Pero es obvio que la cuestión de fondo no está en el buen uso o no de la palabra “oratorio”, sino que nos interpela desde la misión como salesianos.

No se trata únicamente de volver a la tierra sagrada de plazas y barriadas enarbolando la bandera de pobreza cero. Es necesario también repensar el cómo nos acercamos a los jóvenes y que propuestas tenemos para disminuir la situación de riesgo en la que se hallan. Implica abrir la mirada y caminar al encuentro del otro,  ir donde la verdad grita y donde ser joven es peligroso. Significa aprender a trabajar en red con las distintas instituciones barriales de esta sociedad pluricultural y diversa. Se trata de también de convertirse en misionero y visitar casas, familias y dolores ancestrales. Estamos hablando de comprometerse social y políticamente (lo que no implica adherir a un partido político) para tratar de lograr cambios consistentes y duraderos. Poco a poco vamos tomando conciencia de esto y hemos empezado a vivir una historia de encarnación.


Repensar el oratorio y la misión, es comenzar a intuir que la historia se juega en nuestras calles. Y es algo inevitable y primordial que debemos hacer. Nosotros mismos hemos construido el camino para que se piense que el oratorio, hoy en día, no se compromete de fondo con nuestra realidad social. Es tarea nuestra, entonces, repensarnos, poner manos a la obrar y mirar desde los ojos de Jesús y de Don Bosco, porque, como dijo Meana, “tu mirada de santo no está llena de nubes Juan Bosco, santo callejero, sino de rostros de hijos queridos y de fatigas, de amor y caminos.”


lunes, 16 de diciembre de 2013

"Y lo reconocieron..."

Atardecía. Los últimos rayos de sol se filtraban por la puerta entreabierta del precario rancho. Josecito sólo tenía ojos para el libro que le habían regalado en la escuela el día anterior. Estaba tan distraído que ni se dio cuenta que uno de los gallos había entrado distraídamente, como quien no quiere la cosa, dentro de la vivienda. Abrió el libro en una página al azar y comenzó a leer pausadamente  mientras su papá entraba en el rancho y espantaba al gallo.

Era un relato un tanto corto e intrigante. Josecito estaba totalmente concentrado en la historia, le parecía fascinante. Al parecer se trataba de la historia de dos personas que caminaban tristemente de regreso a su casa y azarosamente (Josecito luego empezó a sospechar que el azar nada tuvo que ver) se encontraron con un hombre que empezó a caminar con ellos, escuchando su desazón ante la muerte de quien parecía una gran persona que ayudó a mucha gente. Desandaron el largo camino hacia su casa y una vez que llegaron, invitaron a su nuevo compañero de viaje a comer y a pasar la noche. Josecito pensó que era una actitud un tanto imprudente ¿invitar a alguien que conociste hace un par de horas a pasar la noche en tu casa? No, señor. Hacer eso en su barrio era una locura. Siguió leyendo. Los personajes se sentaron a comer y cuando el invitado tomó el pan… Josecito entornó los ojos para poder leer mejor pero aquella parte del libro estaba mal impresa. No podía distinguirlo con claridad.
Notablemente molesto llamó a su papá.

-          ¡Paaá! Vení… - lo llamó acongojado.

      - ¿Qué pasa Pepe? – le preguntó este mientras terminaba de secarse las manos.

-          Mirá, acá hay algo que no entiendo ¿qué dice?

El papá tomó el libro que le ofrecía Josecito. Antes de intentar leer las líneas se fijó en la tapa para ver de qué se trataba.

-          No sé, está mal impreso, fíjate. Lo único que llego a leer dice “y lo reconocieron…” y ahí se pone todo borroso. La verdad que ni idea.

Josecito tomó el libro y releyó la frase. “Y lo reconocieron…” Se quedó pensando un rato largo mientras miraba hacia afuera. Contemplaba la tierra de su pequeño patio, los ranchos vecinos y algún que otro personaje que caminaba por las calles. Luego fue a buscar un lápiz y garabateó rápidamente unas palabras, las miró satisfecho y sonriendo dejó el libro abierto arriba de la silla.


El padre, curioso, había asistido a la escena con la intriga a flor de piel. Se acercó donde estaba el libro para leer la frase completada por su hijo: “y lo reconocieron al pisar el barro”.