“Sólo el amor engendra la maravilla. Sólo el amor convierte en milagro
el barro.”
Debo decir que no me agradan las despedidas. Para nada. Son tristes.
Son, en muchos casos, hasta un poco crueles. Aún así tienen algo de fantástico,
casi místico. Nos muestran lo que guarda el corazón. Nos traen el pasado, vivo
e intenso, ante nuestra mirada. Pasados de alegrías, de tristezas, de
esfuerzos, de entregas, de Dios.
No puedo decir que el sábado 1 de diciembre de 2012 fue un
día normal en mi vida. Reviví recuerdos demasiado intensos como para que lo
sea. De repente ahí estaba el pasado, mirándome a la cara, mostrándome que el
presente que vivimos es fruto de una historia que forjamos. Ese pasado que me desafiaba
a contradecirlo, como si yo pudiera
negar el camino de sacrificio y de esfuerzo que recorrimos junto a la comunidad
de Luján. Ese camino que hemos transitado con profundo amor, codo a codo, hermanados
por la lucha y la certeza de que ningún pibe debe sufrir injustamente. Hablo de
esas nuevas páginas del libro del Oratorio de Luján que se empezaron a escribir
hace dos años y medio y que hoy en día se encuentran repletas de correcciones,
de notas al pie, de borrones; pero que constituyen una historia escrita a trazo
firme que se sigue escribiendo en el día a día.
El sábado, en nuestra casita de Luján, después de compartir
una tarde de fiesta en la plaza de Pocho, celebrábamos y compartíamos los
últimos momentos de Choco en el Oratorio. Choco, mi amigo, hermano y compañero.
Aquel que transitó este camino con fuerza, empuje y alegría. El que no se
desanimaba por nada, el que recorría ranchos visitando familias e
involucrándose en sus vidas con verdadero interés. Aquel con el que sufríamos juntos
cuando los pibes se “morían” un poco más con la droga. El que nos enseñó a
hacer maravillas desde la sencillez.
Choco fue, es y será parte de esta historia. Esta historia
que tiene otros nombres que traje a la memoria mientras la celebración se
cerraba. Personas que permanecen en nuestros corazones, en el de los pibes, en
el de las familias.
Y recordé a David. Mi hermano del alma. El que Dios eligió
para dar vuelta la página del Oratorio y empezar a construir de nuevo. El que
nos animaba y nos guiaba; el que soportaba toda la presión. El que tenía un
corazón de oro para con los pibes. David, Gustavo (otro que estuvo en mi
memoria) y yo solíamos recorrer el barrio casa por casa todos los días de Oratorio,
mientras nuestras madres/abuelas de la vida, Ana y Raquel nos acompañaban a
paso firme y sereno. Esas caminatas por la vía son imborrables. Como las celebraciones
en la casa de las familias, los festejos del día del niño y las fiestas
patronales.
¿Cuántas risas habré compartido con ellos? ¿Cuántas horas de
trabajo? ¿Cuánta vía desandamos?
Con ellos hemos construido. Quizás fue poco, quizás es sólo un
minúsculo aporte a la luz de las necesidades del barrio. Pero han dejado una
parte de su vida en Ludueña. Han dejado una parte de si mismos en las cruces de
Luján. Soy testigo de que han vivido intensamente lo que les tocó vivir. No
permanecieron impasibles ante la violencia ni el sufrimiento. Sino que intentaron
dar respuesta desde donde podían.
Cada persona de nuestra comunidad ha aportado su parte para
poder crecer juntos. Entre todos vamos construyendo un lugar enriquecido por el
compromiso y el trabajo de los que hacen del Evangelio un testimonio concreto
de vida. Y cuando digo “lugar” me refiero a una palabra que no está escogida al
azar. Un lugar no implica únicamente un espacio físico.
Un
lugar es un espacio marcado, con límites señalados, que confiere identidad a
los que participan de él, o sea, que le da un nombre significativo y que le
impone marcas sociales que lo hacen distinto de otros y distinguible por parte
de los demás. Es donde se dan relaciones cara a cara entre los distintos
miembros. El lugar está fuertemente relacionado con la identidad y con la
historia, es allí donde nos encontramos en nuestra plena humanidad.
Luján
es un lugar. Que tiene una historia mucho más larga que la que hemos vivido
nosotros. Historias de sufrimiento, de violencia, de muerte. Donde seguramente
han pasado muchas personas que, abriendo el corazón, dejaron una parte de si
allí.
Y
entre ellas está Choco y también David. Los que han luchado constantemente para
que nuestro “lugar” no se convierta en un “espacio”. Las palabras no me
alcanzan y jamás me van a alcanzar. Este es un burdo intento de dar gracias por
la vida compartida. De dar gracias porque he visto con mis propios ojos, como
han hecho mediante gestos, actitudes y palabras que el barro se convirtiera en
milagro. Los he visto amar a los pibes, a sus familias, a los animadores. Y eso
lo guardé en mi corazón. Al igual que sus presencias. Porque lo que nos une es
de aquí y es eterno. Es el Reino. Es la convicción de que nadie debe sufrir
injustamente.
Seguimos
compartiendo con los demás animadores esta misión. Somos todos constructores.
Pero hoy mis pensamientos están dedicados a aquellos que acompañan a nuestra querida
comunidad desde la distancia física y desde la cercanía del amor y la oración.
Habrá
más sábado como este seguramente. Días en los que la tristeza se mezcla con esa
inexpresable sensación de dar gracias por cada mísero segundo de esta vida.
Esos días de los que te das cuenta lo que guarda el corazón.
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